6 de agosto de 2017

Casus belli

¿Necesitas un poco de contexto? Puedes leer La frontera borrosa y El valedor de acero antes para conocer mejor a Serena y su trasfondo, pero no es imprescindible para leer este relato.

Capítulo 1 - Sangre vienesa

La iluminación de gas hacía brillar los detalles dorados del vestíbulo en el que se encontraban ambas. Estaban rodeadas de gente que en sus mejores galas se disponía a disfrutar de un espectáculo novedoso y del que a buen seguro se hablaría mucho en los periódicos y círculos culturales en los días sucesivos.

-Aquel de más allá es Pérez de Arteaga, miembro del gabinete del Reino de Iberia. - Mademoiselle Santeil señaló con un levísimo gesto, poco más que una mirada, a un hombre no muy alto con anteojos y barba que conversaba animadamente con dos oficiales rusos. - Es toda una eminencia, además de un melómano empedernido. No me sorprende que haya viajado hasta Viena nada más que para la representación de hoy, no todos los días se presencia un hito en la historia de la música, ¿no crees?

-Será todo un acontecimiento, estoy segura. - Respondió Serena con educación sin dejar pasar detalle de todo a su alrededor. Llevaba escasamente unos minutos por los pasillos y escalinatas del edificio y la arqueóloga ya le había mentado a dos docenas de personajes famosos o relevantes de las ciencias, las artes y la política de media Europa. No le suponía demasiado problema tomar nota mental de todos ellos precisamente por el mismo motivo por el que el resto de los asistentes al concierto no cesaban de dirigirle miradas discretas y comentar entre ellos su presencia en voz baja. Le resultaba imposible ocultar sus facciones mecánicas y su naturaleza de autómata, y tampoco estaba dispuesta a avergonzarse de ello. Después de todo, se dijo a sí misma, había sido reconocida como ciudadana de pleno derecho de la República de Sajonia en el último año, así que no había ninguna razón para sentirse fuera de lugar allí, rodeada de gente culta y, esperaba, abierta.

-Una orquesta enteramente formada por máquinas, a excepción del director. Me sigue pareciendo asombroso incluso a mí. - Caminaba con pausa entre el público, atenta a los comentarios en ocasiones poco corteses que escuchaba sobre ella con su fino oído. - Aunque apostaría que no ha generado apenas rechazo entre la educada sociedad vienesa. - Dijo aquello algo más alto de lo necesario para asegurarse de que era escuchada por cierta jovencita cercana que había estado particularmente poco acertada con sus cuchicheos a una amiga. Santeil sonrió mordaz.

-En realidad sí, pero a la vez también ha producido mucha expectación, tanto aquí como por todo el continente. - Miró fugazmente a su espalda y lados antes de acercarse más a ella y continuar. - Sin ir más lejos, Helmut me ha dicho que probablemente tendremos al propio Emperador con nosotros, en la zona reservada del patio de la Sala Dorada.

-¿En serio? ¿Abajo? - Su rostro blanco se contrajo brevemente, expresivo a pesar de no ser como el del resto de la concurrencia. - Para ser un lugar tan expuesto no he visto seguridad ni siquiera al entrar.

-Ni la verás, el servicio secreto hace su trabajo de manera tan eficiente que es básicamente indetectable, y su Majestad hace gala de ello. Puedes estar segura: habrá agentes vigilando por todas partes, cualquiera de los asistentes puede ser uno de ellos, pero es difícil que los identifiques. - Y añadió, con mirada cómplice. - Así que cuidado con hacer según qué comentarios sobre la Corona.

Serena sonrió débilmente, no sabiendo hasta qué punto tomar en serio a la veterana académica. Santeil, con sus cabellos blancos y sus facciones firmes albergaba más recursos y una lengua más afilada de lo que una pudiera imaginar a simple vista, pero también un carácter cercano y abierto que desde el principio la había respaldado y ayudado. Ir a Viena había sido idea de ella, muy consciente de que asistir a un concierto en la Musikverein supondría toda una declaración de intenciones y una puesta en sociedad por todo lo alto para ella. Le gustaba cómo pensaba aquella dama.

-El embajador ha sido muy amable al conseguirnos las entradas.

-Helmut es un encanto, niña, ya le conocerás, seguramente ha llegado y está arriba. - Mientras subían las escaleras hacia los palcos, Santeil retomó las presentaciones a distancia. - ¿Ves a los gemelos con chaqué? Son Theo y Silvain Knudsen, no me preguntes cuál es cada, hijos de nuestro acaudalado benefactor en el Instituto. Se encargan de la expansión transalpina de las líneas férreas de su padre.

-El profesor Nevrakis me ha prometido presentármelo algún día. - El excéntrico experto en aeronaves sin duda tenía amistades de lo más interesantes.

-Están hablando con Katharina von Varel, de la Confederación de Ducados. No es muy habitual verla. Estuve a punto de ser profesora suya cuando era una niña, pero al final la fortuna me trajo aquí. - La duquesa le resultó algo más reconocible que el resto, posiblemente su madre se había cruzado con ella en alguna ocasión. - En Viena se encuentran algunos de mis antiguos alumnos, espero poder presentarte luego a alguno, especialmente y si las circunstancias lo permiten, a Néné. - Una expresión de traviesa inocencia se abrió paso por un instante en su rostro. - Estoy segura de que estará encantada de conocerte también. Además hace tiempo que no quedo con ella, tiene una agenda social que rivaliza con la de madame Cherneshevsky. - Ambas rieron, y Serena imaginó que sería otra dama con afición por las fiestas y recepciones oficiales. Al llegar arriba sin embargo, la conversación quedó interrumpida por un caballero despeinado y con la pajarita ladeada que las interpeló sin mediar presentación apenas abandonar el último escalón.

-¡Ah, ahí está! - Señaló a Serena sin ningún reparo. - La comidilla de la velada. - Girándose bruscamente hacia la concurrencia continuó, y su habla fue de lado a lado al igual que él. - Primero sustituyen a los músicos por autómatas, ¡y ahora también al público!

Tras el choque inicial, los rasgos de porcelana de la muchacha se crisparon con desagrado, y su respuesta no se hizo esperar.

-¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve? - Muchos de los presentes se quedaron en silencio al oír su voz metálica elevarse, expectantes pero sin intervenir. Sólo Hélène Santeil tuvo el ánimo de encararle, y lo hizo con decisión y obligándole a que retrocediera, acusadora, abandonando su habitual calma frente a aquella falta de educación.

-¿Pero quién se ha creído que es? - Plantó un dedo en medio del pecho del hombre, y lo empujó sin reparo con toda su compacta y no muy elevada figura. - ¡Esto es intolerable!

-Intolerable, señora mía, es lo que está sucediendo en las fábricas y hasta en el campo, y ahora también entre estas sagradas paredes. - Sus aspavientos y su exaltación traicionaban sin lugar a dudas su ebriedad. Retrocedió unos pasos, vacilante. - ¿Cuánto habrá que esperar antes de que la música se convierta en otra víctima más del progreso? - Alzó su voz como una plegaria al cielo. - ¿Antes de que incluso a nosotros nos sustituyan y el arte pierda su alma para siempre?

En ese momento dos impasibles jóvenes con traje de librea aparecieron a los lados del airado individuo y sin decir nada lo agarraron por los brazos y se lo llevaron mientras intentaba resistirse, vociferando contra ellos y contra el mundo en general. El público siguió sin participar en la escena hasta que rápidamente estos desaparecieron por una puerta lateral hacia alguna de las salas anexas. Luego todo recuperó la normalidad como si nada hubiera pasado, incluido el suave murmullo que ocupó la sala de nuevo, aunque a todas luces el tema de conversación había cambiado y aún más miradas que antes se centraban en la chica.

-No me puedo creer que le hayan dejado entrar. - Cogió una mano a Serena, y la chica suavizó visiblemente su rostro aún enojado antes de preguntar.

-¿Quién era ese energúmeno?

-Kasper Hals, me atrevería a asegurar, aunque hasta hoy no le había visto de cerca. Un director de orquesta, y no de los más razonables por lo que has podido comprobar. - Sacudió la cabeza. - Lamentable espectáculo...

-¿A qué venía todo eso?

-¿Tú que crees? Es lo que pasa cuando riegas el miedo con alcohol. Hals es un tecnófobo infiltrado entre la gente de cierta posición, podría decirse. Es bien conocida su participación en el movimiento. - Resopló mirando de reojo hacia el lugar por el que se lo habían llevado. - Espero que lo lancen al río, a ver si se calma un poco el muy idiota… - Serena asintió, y ambas siguieron por el amplio pasillo, recuperando el análisis social de los asistentes, sobre los que la gala siguió haciendo comentarios. Al ver a alguien, su cara se iluminó. - ¿Qué te dije? ¡Rudi!

Un caballero alto y de mediana edad no muy lejos de ellas dio un respingo al oír el apelativo y se giró en el acto con la boca tensa. Su pechera estaba cuajada de condecoraciones, que tintinearon al estirarse, hinchándose como una paloma antes de acercarse con paso decidido hasta ellas.

-Mademoiselle Santeil. - Pero sus ojos se clavaron rápidamente en la chica, que al instante notó la intensidad en ellos. - Cuánto tiempo, profesora. ¿Quién es su acompañante? ¿Una nueva alumna, quizá? - Algo en él incomodó a la autómata, una asociación en sus circuitos que no supo identificar.

-En absoluto, es una amiga. Serena, te presento al barón Rudolf von Ferstel, consejero científico del Emperador de Austria. Ella es Serena Basel, ciudadana de Sajonia. - El noble se inclinó suavemente y sin quitarle ojo de encima besó la mano enguantada de la chica, que tuvo que resistir el impulso de retirarla para evitar ser descortés, aunque de buena gana lo hubiera hecho. Sólo entonces encaró éste a Santeil, que ante aquel descarado asalto a su acompañante cargó contra él con certeza intención. - Fue pupilo mío hace muchos años, como comentábamos antes. ¿Cómo van tus planes de llegar a ministro, Rudi? ¿Se ha percatado ya su Alteza de tu sin par pericia? - Otro rictus cruzó fugaz por el rostro de éste.

-Si me disculpan. - Apretando de nuevo las facciones ejecutó una casi imperceptible inclinación y se marchó sin decir nada más.

Santeil no esperó demasiado antes de bufar por lo bajo.

-Siempre fue un muchacho engreído que no toleraba una broma, y temo que con los años ha ido a más. Enseñarle francés fue insufrible, no dejaba de decirme que el alemán era el idioma de la ciencia, y que con él le bastaba. De bien joven me temo que se le subió a la cabeza la baronía otorgada a su padre, a la sazón arquitecto, y mucho mejor persona cualquier día de la semana que el fantoche éste... - Puso los ojos en blanco. - Esta noche no ganamos para encuentros, pero te prometo que Viena es una ciudad maravillosa y su gente es muy agradable, a pesar de tanto tarado…

-No se preocupe, Hélène. - Trató de quitarle importancia con un ademán. - Había esperado de todo esta noche, aunque reconozco que no el enfrentarme a un borracho. Pero Ferstel… creo que ya sabía de sobra quién soy. Tengo una sensación muy rara con él, y no me gusta.

-Lo sé, ándate con cuidado. Demasiada ansia de poder, apenas escrúpulo. Yo tampoco me fío, he visto cómo te miraba. Esto hay que contárselo a Helmut…

-Fräulein Basel, Mademoiselle Santeil, ¿contarme qué? - Ambas se volvieron y descubrieron a un hombrecillo calvo con bigote militar y con un ojo artificial.

-¡Por fin! - La arqueóloga alzó las manos teatral. - ¿Dónde te habías metido? Serena, te presento a Helmut Usthelin, embajador de Sajonia en Viena y encargado de lidiar la tensa paz que tenemos con nuestro complicado vecino del sur. - Aunque francesa, la arqueóloga llevaba suficientes años en Dresde para sentirse de allí.

-No lo hubiera expresado mejor. - Hizo una profunda reverencia ante ambas. - Es un placer conocer por fin a tan ilustre y novísima ciudadana de nuestra República, señorita Basel. Tuve el honor de coincidir con su madre hace unos años, quiero que sepa que lamento amargamente su pérdida y…

-Helmut, tenemos que hablar. - El diplomático perdió el hilo de lo que decía al ser interrumpido por la arqueóloga.

-¿Qué sucede? - Parpadeó con ambos ojos, el natural y el metálico.

En ese momento las luces destellaron, indicando a los asistentes que podían acceder a los palcos.

-No lo sabemos exactamente, pero Ferstel está por aquí, hemos hablado con él. Trama algo.

-Oh, sí, le he visto hace nada. ¿Sabías que ahora está en liga con el servicio secreto? - Santeil reprimió una exclamación que hubiera estado fuera de lugar en aquel ambiente. - No sé muy bien qué tratos ha hecho con el Canciller, pero le ha dado acceso a ellos.

-Esto es grave, entonces.

Serena no dejaba de mirarles, alarmada por momentos al no entender lo que sucedía.

-Discúlpenme pero, tendría que preocuparme… ¿exactamente de qué?

Usthelin se mostró turbado, e invitó a ambas a entrar a la zona de la balconada donde estaban sus localidades.

-Ferstel es bien conocido por su mal disimulada ambición. Y sé de buena tinta que la Corona le ha asignado bastante dinero para sus investigaciones últimamente, aunque no podría decir de qué tratan. Pero conociéndole, es mejor guardar las distancias.

Estaban aún acercándose a sus butacas cuando un chillido resonó en la ornamentada sala. Todas las caras se giraron hacia un punto en el mismo palco alargado donde estaban, un par de puertas más allá, y un murmullo se extendió por las personas cercanas al lugar de la conmoción. Vieron cómo alguien se adentraba rápidamente en un grupo de gente arremolinada y otro grito llenó la estancia al poco.

-¡Hals está muerto! ¡Le han estrangulado!

En el caos subsiguiente, con toda la gente saliendo de nuevo al pasillo de manera atropellada, Serena, Santeil y Usthelin se miraron con suma inquietud, pero antes de que ninguno pudiera reaccionar cuatro hombres en los que no habían reparado rodearon a la chica autómata y se la llevaron de allí sin mediar palabra.
Capítulo 2 - La marcha de los patriotas

-Abre la puerta y déjame salir. - Dijo aquello aún más lentamente que las veces anteriores.

La cabeza sin boca del autómata mayordomo negó de nuevo que fuera a aceptar su orden directa, y Serena lo dejó por imposible. En un acto básicamente humano, se dejó caer en un elegante sofá cercano y suspiró. Estaba en lo alto de una torre, encerrada con un carcelero mudo y testarudo en una sala perfectamente redonda. Al otro lado de la entrada por la que la habían traído sólo estaba el hueco del ascensor, que había desaparecido nada más llegar allí. Se levantó de un salto y corrió a inspeccionar las ventanas. Todas se podían abrir, pero saltar por cualquiera de ellas la mataría tanto si caía al patio del castillo, a los tejados del mismo, o al Danubio.

La habían sacado en volandas del palco, aprovechando la conmoción por el asesinato de Hals para que sus gritos no fueran tan evidentes, y bajado con rapidez a los sótanos del edificio en un montacargas disimulado hábilmente. Ni se habían detenido en amordazarla ni vendarle los ojos, únicamente le habían esposado muñecas y tobillos, y eso sólo la había asustado más, teniendo bien frescas las palabras de Usthelin y Santeil sobre la eficiencia y poder tácito del servicio secreto, en cuyas manos se encontraba, no le cabía duda. A pesar de ello no había dejado de patalear y resistirse, pero cuatro secuestradores eran demasiados incluso para su cuerpo mecánico. El trayecto por los subterráneos de la ciudad había sido corto, desembocando al poco en el lateral de un canal donde esperaba un barco con motor de gas comprimido que pronto alcanzó gran velocidad. Tres no le quitaron ojo de encima mientras el otro pilotaba el bote, y al llegar al embarcadero posterior de la fortaleza fueron los encargados de llevarla a su celda.

Porque eso era después de todo la exquisita estancia donde la habían encerrado. Estanterías curvas, a medida, con libros y grabaciones sonoras, un reproductor en su propio mueble, un amplio escritorio, un cuadro del Emperador a tamaño real frente a la entrada, una ornada chimenea apagada, una mesa de dibujo con varias calculadoras automáticas tintineado en mitad de sus procesos iterativos,... Pensó por un momento en marcar alguna tecla para frustrar los esfuerzos matemáticos de su captor, en cuyo despacho debía encontrarse. Trastocar los cálculos en el peor de los casos podía hacerle perder horas de trabajo, suponiendo que se diera cuenta. Si bien era una venganza infantil para un secuestro, destrozar en su lugar la estancia en un arrebato de furia le parecía inapropiado, fútil y con seguridad menos dañino al ser más evidente. Además, probablemente el mayordomo se lo impediría. Pero no tuvo tiempo de consumar su idea, ya que el ascensor reapareció tras la puerta de madera y reja metálica. Como había supuesto sin demasiado esfuerzo, prácticamente dándolo por sentado, el barón Ferstel era el ocupante de la cabina.

-Bienvenida a Marienholz, señorita Basel. Es un placer para mí poder recibirla en mil humildes aposentos. - Entró a la habitación con los brazos abiertos y una sonrisa a todas luces forzada.

Si contaba con el respaldo del Canciller no tenía ninguna necesidad de ser cortés con ella, razonó Serena. Algo tramaba, así que decidió seguirle el juego.

-Rudi. - Recordó rápidamente cómo Mademoiselle Santeil había empleado el diminutivo contra él y lo adoptó al instante con similar intención. Quizá si le incomodaba hasta el punto de irritarle eso le diera una oportunidad de escapar. - Algo me decía que volvería a verle pronto.

-Me halaga usted, señorita. Por favor, tome asiento. - El mayordomo se apresuró a apartar una silla para ella mientras su amo alcanzaba el otro lado de la mesa. Incluso esperó a que estuviera sentaba para hacer lo propio él, pero Serena no estaba dispuesta a bajar la guardia.

-Tiene usted un despacho decorado con mucho gusto. Compruebo que incluso ha cedido el lugar de honor a su Alteza. - Señaló con la mirada a espaldas de él.

-Por supuesto, después de todo, soy un ferviente servidor de su Majestad. - Entrelazó las manos, siguiendo con la charada. - Dediqué mucho tiempo para dejarlo como lo ve, celebro que lo aprecie. Dígame, ¿ha tenido un viaje placentero? Dí orden específica de que la trataran con sumo cuidado.

-Un viaje de lo más agradable, Rudi. - Notó el tic en el ojo y supo que iba por buen camino. - A excepción de las esposas, pero estoy segura que ha sido todo un malentendido.

-Faltaría más, señorita. Seguramente no querían que albergara usted pensamientos de darse un baño nocturno en el río, incluso en esta época la temperatura resulta demasiado fría a estas horas. Por su bien, claro.

-Sí, seguro. - Sonó todo lo punzante que pudo sin perder la sonrisa en absoluto.

Tras aquello, un silencio cayó en la estancia el cual Ferstel aprovechó para levantarse y deambular distraídamente hasta uno de los estantes, de donde recuperó un libro. Serena lo reconoció sin esfuerzo, ella misma lo había editado.

-Tuve la oportunidad de conocer a su creadora...

-Madre, querrá decir. - Le interrumpió bruscamente. Luego se reprimió por haber caído en la provocación.

-Lo que usted prefiera. Fue un encuentro decepcionante, siento decirlo. No hace tanto, de hecho. - Serena intentó recuperar el recuerdo de algo similar, pero no contaba con él. La memoria de su madre no se había trasladado a su cerebro de platino al completo, después de todo. - Estuve meses anticipando el encuentro desde que supe que asistiríamos al mismo congreso. Menuda oportunidad, ¿se imagina?, poder conocer a una de las mentes científicas más privilegiadas de este siglo. Preparé con suma ilusión un compendio de diseños y proyectos con la esperanza de que alguno le pareciera atractivo. ¿Sabe qué sucedió?

-¿Pasó de usted? - No le hubiera sorprendido en absoluto.

-Se burló de mí.

-¿En serio? - Se mostró teatralmente consternada. - No me entra en la cabeza que ella hiciera algo así, Rudi.

-Pues siento decirle que así fue. Y de forma muy hiriente. - Alzó la barbilla, atacado en su orgullo.

Serena Basel, su madre, no tenía precisamente fama de ser comedida en el plano de la discusión académica, y si había sucedido así, Ferstel no había sido ni el primero ni el centésimo en llevarse un epíteto imaginativo si ella había considerado que sus investigaciones o ideas no estaban a la altura que su creador les adjudicaba. Raramente acometía contra el artífice, más bien contra su obra, así que Ferstel debió ser o muy insistente, o muy maleducado.

-Lamento oírlo, Rudi. - Pero éste no pareció escucharla ni prestar atención al apelativo.

-Dijo que era un hombre pequeño, de miras pequeñas, por querer servir al Imperio. ¿Qué aspiración mayor puede haber? - Cambiando de gesto por uno de satisfacción, alzó el libro. - Pero puede que aún tras su muerte consiga su ayuda en mi empresa. - La miró de nuevo fijamente, como en el vestíbulo. - A través de usted, es decir.

Y allí estaba. Hizo rápidamente la conexión: las notas de su madre que había publicado tenían una versión recortada, deliberadamente incompleta, del proceso que había seguido para crearla. Ella y su amigo, el profesor Folkvanger, habían convenido que era mejor eso que exponerla a riesgos en caso de que alguien quisiera replicar el paso de una consciencia humana a una matriz artificial al saber que era posible; ella era la prueba viviente. Por lo que sabían nadie se había lanzado aún a ello, hasta ahora. Ferstel las tenía, y con suficiente tiempo y esfuerzo pudiera haber alcanzado el mismo éxito que su madre. Pero evidentemente, y esto no lo habían previsto quizá siendo muy ingenuos, siempre habría alguien que no estaría dispuesto a ser paciente, puede que hasta el punto de desmantelarla para conseguir su propósito. Maldición, pensó.

-¿Y cómo puedo ayudarle, Rudi? - Trató de mantener la imagen de educada distancia que había mostrado mientras intentaba no dejarse llevar por el miedo. Para carecer del sistema químico de un cerebro convencional, algunas reacciones se habían instalado muy profundamente en el suyo, demasiado para su gusto a veces.

-¿Ve lo que le decía? - Hizo una seña al mayordomo para que abriera la puerta del ascensor. - Ya nos estamos entendiendo. - Empleó el tomo para señalar la salida. - Acompáñeme, por favor, permítame mostrarle el castillo.

Entraron a la espaciosa cabina de celosía metálica y vidrio los tres y ésta bajó lentamente por dentro del armazón de acero. La noche desapareció para dar paso a un corredor iluminado, y luego a otro más abajo de éste, en el cual se detuvieron. Serena era en todo momento seguida por el mayordomo, un modelo simple pero potente. Sus brazos podrían retenerla mejor que los de cualquier persona, así que no intentó nada contra el barón, limitándose a acompañarle por los pasillos y escalinatas, habitualmente hacia abajo, pero en ocasiones pasando a un ala del edificio con los pisos a mayor altura.

-Marienholz se construyó como cámara del tesoro real, señorita Basel. - A su izquierda quedó un mirador acristalado sobre el río. - Desde entonces ha sufrido ataques, alguna revuelta durante la cual sirvió de refugio a la Corona y varios intentos de robo, todos ellos fallidos, por supuesto.

-Por supuesto. - Asintió con gesto fruncido. - ¿Quién osaría atentar contra el Imperio de esa forma?

-En efecto, es algo intolerable. - Apostilló él de manera automática, distraída, al pasar ante una fila de pulidas armaduras medievales. - También ha sido objeto de sucesivas remodelaciones. - Bajando una escalera curva se apreciaba tras varias ventanas interiores, estrechas y altas, algún tipo de maquinaria aparentemente inmóvil pero de grandes dimensiones. - La más reciente terminó no hará ni un año, y puedo decir que me siento orgulloso de haberla dirigido. Con el beneplácito de nuestro querido Emperador, naturalmente.

-Por supuesto. - Repitió ella. ¿Ferstel de verdad podía pensar que pasaba por un siervo devoto?, pensó. Incluso sin la advertencia de Santeil, aún tras la máscara de cortesía que ambos estaban mostrándose, y obviando su tan cacareada lealtad, su discurso en el fondo sólo hablaba de una cosa: él mismo.

Atravesaron un corredor cubierto de relojes de cuco de todas formas y tamaños en sus paredes, durante el paso del cual su anfitrión se mostró silencioso, como esperando a que empezaran a cantar todos a la vez. Serena le miró con extrañeza sin entender aquella decoración, pero Ferstel siguió impasible avanzando; ella también, con el mayordomo acompañándola de cerca. Rápidamente la escena quedó atrás y su guía retomó su monólogo.

-Es un honor haber sido encomendado con una misión por la propia Corona, señorita Basel. Hay grandes expectativas.

Serena intentaba imaginar a dónde llevaban sus razonamientos de antes a la vez que seguían su camino por las salas llenas de tapices, espejos y luces de gas. Aquel hombre trataba de replicar lo que había hecho su madre. Pretendía mover una mente humana a un cuerpo artificial. Si tanto mencionaba a la casa imperial… Abrió los ojos al máximo de manera involuntaria, en otro de sus reflejos heredados. ¿Ferstel pretendía hacer inmortal al Emperador, acaso?

-Para nosotros es de suma importancia contar con su colaboración, señorita Basel. Podría llegar a ahorrarnos años de trabajo, tiempo del que no...

Mientras entraban al siguiente pasillo, que corría cuesta abajo suavemente, una bombilla verde empezó a parpadear en una hornacina y Ferstel se adelantó, presionando un botón y hablando hacia una rejilla.

-¿Qué sucede?

Al otro lado una voz metálica respondió servicial.

-Mi señor, un carruaje ha llegado a la entrada principal.

-Que espere, estoy ocupado. - Y levantó el dedo del pulsador, dirigiéndose a su escolta. - Ve a vigilar la entrada también, no dejes pasar a nadie. - El autómata hizo una reverencia y se desvió por una escalinata lateral de caracol, desapareciendo rápidamente a la vista. - Disculpe la interrupción. Sigamos, señorita.

Al poco sin embargo, llegaron al que parecía ser su destino, una amplia puerta de madera al final de un pasillo, y allí se detuvieron.

-Ésta fue la cámara del tesoro. Actualmente no queda nada de su contenido original, me temo, pero espero que no por ello la encuentre menos interesante.

-¿Está intentando alargar la vida al Emperador, Rudi? - Serena decidió pasar entonces al ataque nuevamente, sin preámbulos.

-¿Qué? - El barón se mostró genuinamente sorprendido, hasta ultrajado por la sugerencia. - ¡Por todos los demonios, no! Su Majestad jamás se rebajaría de la forma que usted imagina. ¿Qué ha pensado? ¿Que quiero replicar esto - agitó el libro exageradamente - con un fin tan blasfemo? - Quizá después de todo sí había una cierta lealtad en Ferstel. O quizá debía mantener las formas por si había espías en Marienholz, pensó de repente. Puede que ni él estuviera a salvo aunque contara con el apoyo del Canciller...

-¿Y entonces por qué tanta molestia para capturarme? Porque ha mandado asesinar a Hals como distracción, no me cabe duda, Rudi.

-Naturalmente. - Ni se inmutó al reconocerlo. - Kasper Hals era un subversivo, y ésta ha sido buena forma de matar dos pájaros de un tiro. - Apretó la boca conforme con su propia explicación, y luego apostilló, levantando un dedo. - Y si hace falta, se difundirá la noticia de que fue usted la culpable. Después de todo, ese fanático la había increpado ante mucha gente, tenía motivos para odiarle, ¿no? - Luego intentó suavizar un poco, aunque ya había quedado en evidencia hasta dónde estaba dispuesto a llegar. - Pero si colabora no tiene por qué pasar nada, señorita. Puede que hasta sea recompensada.

-¿Por quién, por el Emperador? Seguro que ni siquiera sabe de los sucios métodos que emplea para cumplir su encargo, Rudi.

Aquí éste se permitió un momento de sonrisa que inquietó profundamente a Serena.

-Ahí se equivoca, señorita Basel. De hecho, antes de venir para acá he podido aproximarme a su Majestad para informarle de la buena marcha del proyecto.

Aunque turbada por las palabras de Ferstel, preguntó.

-¿Y de qué estamos hablando en concreto?

El barón empujó la puerta y la animó a entrar.

-De su nuevo ejército, por supuesto.

Capítulo 3 - El vals del Emperador

Serena contemplaba la enorme sala desde la pasarela elevada mientras a su lado Ferstel se lanzaba a una disertación que parecía ensayada.

-El arte de la guerra, señorita Basel, no ha dejado de evolucionar. A lomos de la necesidad, el avance de las épocas ha marcado el progreso de la humanidad a golpe de hacha, espada y arco. Primero han sido siempre los avances bélicos, luego sus aplicaciones más populares, no al revés. Los carros de combate cambiaron la guerra en la antigüedad, las catapultas convirtieron las fortificaciones tradicionales en obsoletas, y las ballestas fueron incluso excomulgadas por su brutal efectividad. La pólvora trajo consigo un nuevo mundo, y la Europa que conocemos hoy no hubiera sido la misma sin los fusiles pneumáticos durante las revoluciones de principios de este siglo. Estamos ante un nuevo paso, y seré yo quien lleve todo a un nuevo nivel, a mayor gloria del Emperador.

A los pies de ambos, media docena de personas se movían con diligencia, ajenas a su presencia, por entre los paneles de control de numerosas máquinas calculadoras, o eso le parecieron a ella. La estancia estaba llena hasta donde alcanzaba la vista con aquellos enormes armatostes, pero lo que atraía la atención no eran sino los cuerpos tendidos en las camillas. Mutilados, sedados en apariencia. Muchos de ellos con cables conectados a sus cabezas, desde aquella distancia le era difícil decir si superficialmente o mediante incisiones. La escena le provocó un profundo malestar al comprender lo que estaba viendo. Se volvió hacia Ferstel, que retomó su discurso.

-En esta sala se gesta algo enteramente nuevo. Con cada enfrentamiento, miles de soldados quedan inválidos o incapacitados durante largo tiempo para seguir combatiendo. Yo pretendo devolverlos al campo de batalla en poco tiempo, listos para seguir luchando por su Imperio. Imagine, señorita, imagine. Fusileros que tienen una vista perfecta. Artilleros que pueden calcular instintivamente el ángulo de disparo de sus cañones. Infantería que nunca se cansa. Me los darán al borde de la muerte y los enviaré de vuelta a sus generales. Quizá incluso un día no tengamos ni que esperar a que sufran herida alguna… Sin dolor, sin miedo. - Serena en cambio se revolvía por dentro cada vez más, y no por el panorama presente o hipotético, sino por el absoluto deleite con que Ferstel decía todo aquello.

-Mi madre se equivocó con usted. - Fue lo primero que atinó a articular.

-Celebro que piense usted así, señorita, no sabe lo que significa para…

-No es usted un hombre pequeño. Es un demente. - Y empujada por algún instinto que no sabía que tenía, se abalanzó contra él, gritando. - ¡Monstruo!

Sus manos buscaron el cuello del barón, pero éste reaccionó con rapidez y se zafó, aprovechando el impulso de Serena para empujarla y retenerla contra la pared. Abajo los científicos se percataron de la situación, pero volvieron a sus investigaciones al comprobar cómo Ferstel contenía a la chica con todo su peso, impidiéndole moverse.

-Mire quién fue a hablar.

-No pensaba que estuviera loco de esta forma, Rudi. - Recordó a mademoiselle Santeil. - Desprecia por completo la vida de la gente. ¿Qué clase de existencia puede tener una persona cuyo único propósito se convierta en luchar?

-Una gloriosa, señorita. - Dijo aquello muy cerca de su oído mientras seguía empujándola contra la piedra labrada. - La más elevada a la que pueden aspirar los súbditos.

-¿¡Y qué queda para ellos tras la guerra!? - Serena intentó forzar los codos para revolverse, pero sus articulaciones no admitían demasiada libertad de movimiento. - ¿Les desconectarán y los guardarán en un almacén hasta la siguiente batalla, Rudi? ¿No se da cuenta? - Pero por supuesto, razonó ella. - No le importa lo más mínimo, ¿verdad? Esas personas de ahí abajo, todos los que pueda conseguir, no son más que conejillos de indias para usted. Instrumentos para conseguir sus propios fines, Rudi. Es usted despreciable.

-Creo que ya hemos tenido suficiente por hoy. - Ferstel rebuscó en un bolsillo como pudo sin dejar de empujarla y extrajo una llave. - Esperaba no tener que llegar a esto, pero no me deja más remedio. - Tiró hacia abajo del cuello del vestido por detrás buscando la cerradura maestra. - Una vez la abra no tendré que seguir dando palos de ciego, y entonces... - Se detuvo en seco. - ¿Pero qué…?

Serena aprovechó el momento de sorpresa para darse la vuelta, y no perdió tampoco tiempo, ya que esta vez sus manos se ajustaron al cuello de su agresor e hicieron presa. Éste trastabilló hacia atrás, intentando huir, pero ella le siguió sin soltarle hasta el pasillo, lejos de la vista de las personas de más abajo.

-¿Sorprendido? Hice retirar el interruptor de desconexión a mi médico. No se me puede apagar por la fuerza, Rudi. Nadie tendrá ese poder sobre mí. - Éste agarraba desesperadamente los brazos y manos de metal y madera, pero no atinaba a escapar, presa del miedo. Su rostro fue tomando otro color, pero Serena no le soltó. - Mi madre se percató nada más verle, Rudi, estoy segura de ello. ¿Lealtad al Emperador? ¡Ambición es lo que vió! Y una falta de escrúpulos pasmosa. - Clavó sus ojos en los de él, que estaban empezando ya a sobresalir. - ¿Cree que no seré capaz, Rudi? - Dijo aquello marcando el nombre. No tenía más que mantener la presión un poco más y…

En aquel momento se percató de que no estaban sólos en el pasillo. Giró la cabeza y descubrió a un niño que los miraba asustado pero firme. Sin pensarlo soltó de golpe a Ferstel, no por haber sido descubierta, sino por el terror en los ojos del recién llegado. Rudi cayó al suelo de rodillas boqueando ansiosamente, el color lentamente regresando a su rostro desencajado. Serena se volvió hacia el chico, de no más de diez años, y se percató de su atuendo de terciopelo negro, reconociendo el emblema en el pecho. Era un paje real. Le sonrió, intentando calmarse y tranquilizarle a la vez. Le enseñó las manos.

-Está todo bien. No pasa nada.

El niño asintió efusivamente con la cabeza sin quitarle la vista de encima. La joven no hizo ademán de acercarse a él para evitar asustarle más. Desde el suelo, Ferstel logró vocalizar por fin algo, con dificultad, intentando sobreponerse.

-¿Qué sucede? Di órdenes de que no se me molestara...

Serena le miró sorprendida, preguntándose si la pérdida de aire le había afectado al cerebro de alguna forma. Estaba vivo precisa y únicamente porque aquel chico había aparecido. Éste se cuadró, intentando no fijar la mirada en ninguno de ambos mientras recitaba su mensaje.

-He sido enviado para acompañar a la señorita Serena Basel. Su Majestad desea conocerla en persona. En la entrada hay un emisario que podrá dar más información al respecto. Mis órdenes vienen directamente de su Majestad.

Rudi apretó la boca apreciablemente y trató de ponerse en pie, perdiendo el equilibrio a la primera. Ni la chica ni el paje trataron de ayudarle. Cuando logró levantarse se sacudió la ropa como si nada hubiera pasado.

-Sea pues. Las órdenes del Emperador son incontestables. - Su voz, que aún no había recuperado la normalidad del todo, hizo un falso. Señaló hacia delante, hablando con esfuerzo. - Tras de usted, señorita.

Serena se adelantó tendiéndole la mano al paje, que respondió cogiéndosela y avanzando por el pasillo con decisión sin volver la vista atrás. La chica apretó suavemente y sonrió al paje, el cual le devolvió el gesto discretamente, sobreponiéndose al inesperado episodio. Siguiéndoles en silencio, resoplando y a una distancia prudencial, iba Rudolf von Ferstel, que no dejaba de acariciarse el cuello. En poco tiempo llegaron al patio central y cruzaron bajo el arco de la entrada y su reja medieval subida al completo. Ante la garita, el mayordomo y otro autómata vigilaban sin moverse, impidiendo el paso. Sólo un puente de piedra les separaba del carruaje y las dos figuras que ella reconoció con alivio.

-¡No es preciso que la acompañes, Rudi! - La voz de mademoiselle Santeil resonó en la noche. - No has sido convocado por la Corona.

Pero Ferstel se colocó al inicio del foso, adelantándose. Helmut Usthelin alzó entonces el tono, dirigiéndose directamente a él.

-¿Está usted dispuesto a iniciar una guerra, barón? Porque si no permite que la señorita Basel venga con nosotros es exactamente lo que conseguirá.

-¿Se puede saber de qué demonios está hablando, embajador? - Ferstel se aclaró la garganta varias veces. - No se haga ilusiones, el propio Emperador está perfectamente informado…

-Serena Marie Basel es ciudadana de la República de Sajonia. Retenerla contra su voluntad es una agresión deliberada y como tal será considerada. - Usthelin avanzó unos pasos. - Al igual que lo harán nuestros aliados, la Confederación de Ducados del Norte y la República de Baviera y la Selva Negra. Reitero, barón. ¿El Emperador le ha autorizado a provocar una guerra?

Aún cogiéndole la mano al paje, ambos en silencio durante el intercambio, Serena percibió perfectamente cómo la espalda del barón temblaba de ira.

-Suponíamos que no atenderías a razones, Rudi. - Se jactó Santeil. - Por eso hemos recurrido directamente a su Alteza, confío en que habrás reconocido el escudo en la pechera de su sirviente.

Ferstel se volvió hacia Serena y el niño dirigiéndoles una mirada furiosa. Ella se preparó para lo que parecía un nuevo asalto en su combate, pero en su lugar el barón indicó a los autómatas que se apartaran con un gesto brusco. El paje y ella no dudaron ni un instante en echar a andar. Al pasar ante él sus miradas se cruzaron, y Serena le dedicó una sonrisa, muy consciente de lo humillado que debía sentirse aquel hombre al que había estado a punto de matar. Algo le decía que no iba a poder pisar Viena de nuevo en mucho tiempo.

-No te preocupes, Rudi, como compensación te mandaremos un nuevo reloj para tu colección. - Gritó Santeil desde su posición. El niño se permitió una mueca de risa contenida sin dejar de avanzar de la mano de Serena, ya prácticamente al final del puente. - Uno bonito, hecho en Sajonia. - Cuando llegaron junto a sus amigos, la arqueóloga se dirigió primero al paje. - Buen trabajo, Sebastian, su Alteza estará orgullosa de tí.

Serena se inclinó un poco para estar a la altura de éste.

-Has sido muy valiente. Gracias por rescatarme.

Sebastian se cuadró y asintió.

-Siempre a su servicio. - Y tras hacer una reverencia a los tres se subió al pescante junto al cochero.

-¿Estás bien, niña? - Santeil se aproximó.

-Por poco, pero sí. Gracias a los dos.

-Subamos, no tenemos mucho tiempo. - Usthelin las apremió, abriendo la puerta del carruaje cerrado. Éste se puso en marcha tan pronto se hubieron acomodado, y a la luz ambárica Serena les relató brevemente el encuentro, incluyendo el enfrentamiento.

-Ahora el problema será Ferstel, imagino. - Continuó, preocupada. - No creo que se detenga por esto, no parece ese tipo de hombre, está mal de la cabeza...

-Bueno, ha estado haciendo muchas promesas, aparentemente. - El embajador valoró la situación. - Si no consigue algo rápido, y permíteme que lo dude después de saber lo que ha intentado hacer, sospecho que el Emperador no estará nada satisfecho con él. - Y guiñó su ojo natural, dejando el resto a la imaginación.

-¿De verdad ha intervenido el Emperador? ¿Cómo lo han conseguido?

-Bueno, no exactamente. - Santeil sonrió y la chica le dirigió una mirada desconcertada. - Tuvimos que movernos con rapidez, así que mientras a mí me retenían unos caballeros del servicio secreto como los que se te llevaron, Helmut se escabulló restregándoles hábilmente en la cara su inmunidad diplomática y logró hablar con Néné, esta antigua alumna mía que te mencioné. Ahora nos estará esperando en el campo aéreo en uno de sus dirigibles personales para acompañarnos de vuelta a Dresde a ti y a mí. Temo que esta visita será más corta de lo esperado, pero hasta que se calmen las cosas, mejor estar seguras en casa. Helmut se encargará de gestionar el fuego aquí.

-Puede estar tranquila, señorita. Quizá le parezca demasiado ahora mismo, pero estas cosas por desgracia son parte del día a día de mi oficio. Si le pudiera contar la de veces que hemos estado a punto de ir a la guerra en los últimos años…

-A ver, a ver, esperen. - Serena interrumpió al embajador, intentando poner en orden sus pensamientos. - Han dicho que el Emperador quería verme. El chico, Sebastian, también lo ha dicho. Pero en cambio vamos a coger un transporte a Dresde. ¿Y quién es esta Néné? No entiendo nada.

-Sí, perdona, es normal. - Santeil se rio de buena gana. - Disculpa, tenía que haber empezado por ahí. En realidad pedimos a Sebastian que no se refiriera nunca al Emperador, sino a su Majestad, no sé si te has fijado. Sospecho que Ferstel tampoco ha caído, demasiado preocupado por su carrera. - La arqueóloga enseñó su dentadura una vez más, divertida. Incluso Usthelin se permitió sonreír con discreción, anticipando la reacción de Serena cuando la francesa acabó su explicación. - Néné es el nombre con el que se referían a ella en casa, cuando jovencita, en Baviera. Hoy suelen dirigirse a ella como Elena de Wittelsbach, o más apropiadamente desde su matrimonio, Alteza Imperial. Mira por donde, después de todo vamos a poder pasar un rato con la Emperatriz.

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